jueves, 29 de octubre de 2009

Legend


Desde una ventana de etéreo e irreal paisaje que se abrió ante mí, invitándome a que entrara en ese ensueño visual de dulces movimientos, en esa quimera fantástica que me hechizó desde el primer fotograma, que estalló en los inocentes ojos de un niño que, hasta ese momento, no se atrevía a soñar, por miedo a volar muy lejos.

Era un bosque de radiante luminosidad, donde la atmósfera y el entorno estaban evanescentemente suspendidos, como si el cosmos se hubiese conjurado en ese instante para realizar una bucólica y eterna instantánea. Esa imagen inundó mis retinas, unas retinas que todavía no habían visto tanta maravilla y que anhelaban retener todo aquello como si de un único e inolvidable delirio onírico se tratara.

Fue cuando apareció ella, abrazada por un níveo y perlado vestido que ondeaba como frágil brisa entre el verdor de la espesura y el ambarino de los haces de luz que se filtraban entre los recovecos de los árboles más ancianos. Se deslizaba vivaz por ese lugar de ensueño, dotando de dulces gestos y gracias infinitas a aquella flora y a aquella fauna que ornamentaba ese fascinante conjunto visual que me tuvo magnetizado desde el principio.


Quería seguir viendo, aunque no miraba con los ojos, lo hacía con todos mis sentidos, percibiendo aromas que jamás había notado, mucho menos desde un incómodo sofá de antediluviana madera y ajados cojines en los que se entrevía una amarillenta espuma que parecía ser vomitada por una entreabierta cremallera; notando el efímero tacto de una esencia invisible que me envolvía y reposaba en el ambiente apaciblemente aunque estuviera frente a un televisor de la marca Telefunken, de sonido quedo e imagen neblinosa; y escuchando una melodiosa sinfonía para la que mis novicios oídos supuso una inédita y nueva forma de audición, a pesar de la pesada respiración de mi padre, que calaba su cigarro cada cierto tiempo con un solemne suspiro…

Y no, no estoy hablando de mi primera e infantil experiencia con los psicotrópicos sintéticos o los hongos alucinógenos, pues siempre he cuidado de mi alimentación, y nunca he pretendido nublar mi entendimiento con sustancias que deslicen mis neuronas hacia inhóspitos lares del desconcierto.

Se trata de Legend, el primer film fantástico que pude contemplar en mi lozana existencia, un sábado por la tarde, de un cálido y desvaído otoño, en el que me prometieron ir al McDonald’s, algo que desesperaba conseguir durante el resto de la rutinaria semana, pero que esta vez rechacé, no por propia voluntad, sino por esa certidumbre, que acabo de narrar, de hallarme ante un estímulo que era totalmente nuevo para mí, y en el que ahora habito, anido, devaneo, sueño, me sumerjo y me enarbolo, la Fantasía, en todas sus vertientes artísticas, aunque en este caso, fue mediante el medio cinematográfico.



Dirigida por Ridley Scott, tras su obra maestra (y la mía), Blade Runner, y estrenada en el año 1985, desde una perspectiva menos idealizada y transcurridas más de dos décadas tras mi visionado, en las que he repetido la experiencia con diferente resultado, puedo decir que se trata de una película visualmente encantadora, que te atrapa y te seduce si eres un soñador que no sólo se reserva las noches para imaginar y lo hace despierto, cuando tiene la oportunidad. No obstante, carece de innovación en cuanto a la trama, pues su argumento no es otra cosa que una prolongación del manierismo que tanto persigue a este género, sobre todo en la literatura. Esa eterna lucha del bien contra el mar, que en este caso concreto, entra en analogía y se transcribe como la luz contra la oscuridad.


Protagonizada por un jovencísimo Tom Cruise y una bellísima Mia Sara, partiendo desde una naciente historia de amor, en la que la curiosidad de esta princesa blanca es la principal protagonista, cuando decide acercarse a unos unicornios, animales de leyenda, seres de pureza infinita y poseedores del don de la luz, pues sin ellos no habría mañana en nuestras tierras, todo serían tinieblas. Esta osadía provocó una serie de cataclismos, que fueron aprovechados por el contrapunto a los dos jóvenes enamorados en esta historia, el siempre arquetípico Señor de la Oscuridad, interpretado por el actor Tim Curry, que porta un vestuario, un maquillaje y un disfraz que, en aquella época, me sumieron en un terror indefinible, pero que ahora no puedo dejar de admirar (¡quiero esa figura en resina ya!).

A su vez, entran en escena toda clase de entes feéricos y seres de leyenda, tanto afables enanos, joviales faunos y caprichosas hadas, como nauseabundos orcos, blasfemos goblins y aterradores seres de la ciénaga (especialmente este ser, que realmente es una dama del pantano, que todavía no puedo recordar sin estremecerme).

Un conjunto de lo más variopinto para una historia de verdadera fantasía, con un dulce e idílico inicio, un angustioso y oscuro desarrollo, que hace las delicias de cualquiera que sepa disfrutar de la siniestra elegancia de la maldad y un apoteósico aunque predecible final, como el de casi todas estas historias.

Aunque, al menos, durante ese eufórico colofón, se nos formula una pregunta, queda abierto el pórtico hacia la ambigüedad entre estos términos tan elevados y trascendentales en la historia de la humanidad, el bien y el mal:

¿Qué es luz sin oscuridad?



Yo te responderé, querido amigo, luz es el reflejo de la argéntea luna proyectada en un nocturno mar, luz son los ojos que en esa orilla saben lo que es amar.

Fin del mamotreto farragoso de hoy. Mañana más.

O no.